sábado, 4 de agosto de 2012

MANEKI NEKO

Mi nombre es Li Naotaka, hijo de Li Naomasa, fiel daimyo al servicio del shogunato Tokugawa.
A lo largo de mis batallas, muchos son los acontecimientos que han llamado mi atención, no obstante, me gustaría centrarme en uno en particular, que si bien más por su sencillez y misticismo que por su relevancia histórica, merece una especial observación.

Los hechos sucedieron en el verano del 1615, cuando volvía del sitio de Osaka. Era una noche de tormenta, con poca visibilidad en la que por suerte o por destino me había separado del grupo. Mi objetivo era llegar a la próxima aldea de nuestra ruta, y allí reunirme con mis hombres.
El sendero por el que caminaba era ya impracticable, los cascos de mi montura se hundían en el lodo y el animal debía de hacer serios esfuerzos para desligar sus extremidades de aquella tierra en la que mi mente no llegaba a comprender cómo seguía pudiendo admitir más agua. 
La aldea a la que me dirigía no debería estar muy lejos, ya hacía tiempo que debería haber llegado, lo que era indicativo de que, claramente, la tormenta había hecho que me desviara de mi trayectoria. Por aquellos parajes no había signos de habitante alguno. Miraba constantemente de izquierda a derecha, con la esperanza del que se intenta engañar a sí mismo de encontrar la luz de un farolillo en el interior de una tibia choza resplandeciendo por las jambas y el dintel de una puerta, signo de humanidad.
La situación era molesta hasta lo insufrible a causa de los cortes que orgullosamente engalanaban mi torso, las mejores medallas para la bien merecida victoria. Decidí cobijarme bajo un tupido arce que logré distinguir entre las punzantes gotas de lluvia y la humedad que irritaba mis ojos.

Debajo del arce la sensación era bien distinta, en comparación al infierno del que provenía el suave ruido de los cascos al tocar suelo con algo más de firmeza era uno de los más tranquilizantes que en aquel momento podía recordar. Me acerqué al tronco, era un tronco impresionante, aproximé que harían falta tres hombres para abarcarlo. Miré a un lado y a otro, se podía ver claramente hasta donde alcanzaban las tupidas ramas del árbol por contraste entre la sábana de agua que se percibía más allá de éstas. Mi oportuno albergue tendía un radio de unos tres o cuatro metros. Desmonté. El ligero chasquido de sus hojas agostadas en el suelo fue como el chisporroteo de ascuas en una bien caldeada estancia. Me senté apoyando mi dorso en el leño de mi improvisado anfitrión. Paz y quietud fluían por mis venas, las gotas de agua cada vez sonaban más distantes, más espaciadas en el tiempo.

No sabría decir cuánto tiempo estuve en aquel estado, una suave sensación de humedad en mi mano hizo que poco a poco volviera a la consciencia, cuando mis ojos empezaron a enfocar de nuevo pude perfilar la silueta de un gato sobre mi muslo derecho, poco a poco fui sintiendo su peso sobre mi pierna, pero cuando me dispuse a acariciar su lomo, el grácil felino se deslizó de un par de brincos hasta el linde del cielo y el tormentoso infierno.

Nuestras miradas permanecieron unidas durante unos eternos segundos, podía percibir cada instante de aquel momento como una vida entera. Calma. Sentía mi respiración en su plenitud, todas las costillas de mi pecho se expandían para dejar espacio al aire en mis pulmones, luego se relajaban nuevamente y notaba como cada soplo se escapaba, pasando por mi traquea hasta encontrar escape por los orificios nasales.

Fue entonces cuando detrás de la figura de mi inesperado amigo vislumbré el contorno de lo que parecía un templo bastante ruinoso. El gato se precipitó sin dudarlo en la tormenta y corriendo se cobijó en la entrada del edificio. Se dio la vuelta y nuestras miradas se volvieron a cruzar, nuevamente una gloriosa sensación se apoderó de mí, pero esta vez, como en un sueño, el gato levantó su zarpa y con un ligero gesto me invitó a acercarme al modesto templo.
Imbuido en aquel sentir, no pude rechazar su invitación, cogí las riendas de mi corcel y me dirigí hacia la construcción. Con un poco de suerte encontraría presencia humana y con un poco de suerte alguna sobra con la que saciar mi apetito.

No había apenas alcanzado el resguardo que me proporcionaría la entrada del templo cuando un estruendo ensordecedor rompía la quietud que me sumía. Cuando me di la vuelta, el arce estaba partido en dos, un rayo había destruido por completo a mi inicial anfitrión. Volví mi mirada hacia el gato, pero su lugar había sido ocupado por un apacible monje.
- Buenas noches- inició él- Eres bienvenido, pasa, no recibo muchas visitas, por ello cada una de ellas tienen un valor incalculable. No te preocupes por el fuego que ha causado el rayo, la fuerza de esta tormenta debería ayudarnos en ese aspecto. 
Mis labios apenas podían articular palabra, pero al final pude escupir temblorosamente un "Buenas noches".

El resto de la noche la pasé durmiendo. No sin antes tomar el cálido arroz con judías que aquel hombre, de sencillez resplandeciente, me ofreció. Me contó que hacía ya tiempo, aquel era un floreciente templo, pero que poco a poco los años lo habían sumido en la penumbra del olvido y la vejez. Ahora los único habitantes eran él y su gata Tama.

Al amanecer la tormenta había amainado y la visión del lugar era bien distinta. Era un sitio verde, donde el reposo y la serenidad se apreciaban por todos los poros de la piel. La estampa quedaba súbitamente resquebrajada por la imagen del arce calcinado.

Monté mi caballo y me dirigí al pueblo donde el resto de mis sirvientes me esperaban. Al llegar a casa me encargaría personalmente del bienestar de aquel buen hombre y de su fiel compañera, Tama.

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